Lo que alguna vez fue orgullo natural del estado y conocido como el «Niágara de México», es hoy símbolo de la devastación ambiental provocada por el abandono y la contaminación industrial

Hablar de la historia de Guadalajara y de Jalisco es hablar de la historia del agua. Y hablar de la historia del agua implica hablar de lo que perdimos. De los ríos que pavimentamos y que hoy inundan las calles en cada temporal de lluvia. De los ríos que alguna vez fueron vida y hoy son cauces de podredumbre y mortandad. De los manantiales que se convirtieron en concreto o vertederos. De que la grandeza de Chapala ya es más bien una idea simbólica que pertenece al pasado, y que nuestra relación actual con el lago responde más bien a por cuánto tiempo seguirá surtiendo de agua a Guadalajara.

Nuestro vínculo con el agua, como citadinos, es abrir la llave, y que de las tuberías broten líquidos terregosos, que la ciudad sea cada vez más caos en las épocas de lluvia, con socavones, zanjas, barrios convertidos en lodazales, corrientes que arrastran autos, y muertos. Porque en Guadalajara, cuando llueve, la gente muere. Y no es normal.

La historia de Guadalajara es también la historia de cómo no hemos sabido cuidar el agua. Cómo pavimentamos el río San Juan de Dios y tantos otros arroyos como El Arenal, como el Río Atemajac, de cómo arrasamos con el manantial del Agua Azul. De cómo convertimos el Río Santiago en el cauce más contaminado de todo México. Y, una de nuestras tragedias más grandes, de cómo, en muy poco tiempo -y no hace tanto-, acabamos con la belleza de las cascadas del Salto de Juanacatlán. Ubicadas entre los municipios de Juanacatlán y El Salto, hoy son uno de los focos rojos en nuestro estado, vertedero de empresas y de industrias que a lo largo de las décadas han derramado -y siguen haciéndolo- sus desechos en el río.

El Salto de Juanacatlán, alguna vez llamado el «Niágara Mexicano»

Otrora conocidas como el «Niágara Mexicano», las cascadas del Salto de Juanacatlán en algún momento fueron orgullo de Jalisco, y una de las paradas obligatorias en una visita turística a nuestro estado. Un muro de agua que por su copiosidad y fuerza fueron relacionadas con el Niágara, y que formaba infinidad de arcoíris en la caída del agua. Según testigos de viajeros, su rugido era tal, que podía escucharse desde kilómetros de distancia, y era un sitio de fascinación para los jaliscienses, los mexicanos, y los extranjeros. Representaba un día de campo para algunos habitantes de Guadalajara en el siglo pasado y a finales del antepasado, cuando llegaban a este sitio en tren. El gran pintor José María Velasco, nuestro paisajista más memorable, incluso llegó a retratarla, dándole forma, por medio del pincel, a su bramido de viento y de agua.

Las fotografías son la prueba de lo que alguna vez fueron las cascadas. Pero también los testimonios orales, como el del geógrafo Eduardo A. Gibbon, que visitó Jalisco alrededor de 1890, que llegó a Juanacatlán cuando era una de las visitas obligadas en una visita a Guadalajara, y que quedó fascinado con la imagen de las aguas desbordándose en torrentes de espuma y luz.

«¿Cómo describir la escena? ¿Cómo decir y dar idea del «Mexicano Niágara» frente al cual me encontraba? Mi vista abarcaba un río anchuroso llamado Río Grande*; en seguida, por aquí y acullá, crestones de vegetación entre las aguas, y formando caprichosos islotes verdes. Por entre aquellos macetones de naturaleza, las vertientes del río cruzan majestuosas, para precipitarse al vacío con sublime potencia, cascada de belleza portentosa. Se abarca una espléndida vista de la gran catarata, el río de abajo y la fértil campiña de los alrededores. Eres digna hija del Niágara, pequeña, más pequeña a su lado, pero no menos bella. Por eso te llamamos «Niágara mexicano».

También otro viajero del siglo XIX llegó a describirla de un modo casi fantástico, sorprendido por la reciedumbre del agua:

«Cuando faltaban un poco más de cinco kilómetros para llegar a ella, un rugido como de trueno lejano se dejó escuchar; nos íbamos aproximando y el ruido iba en aumento. De repente, al salir de un espeso matorral, ¡ah!, quedamos maravillados con la vista de imponente espectáculo que teníamos enfrente. Mucho tiempo contemplamos esta maravilla, admirados de que el inmenso caudal de aguas del gran río Lerma se precipitara a la altura de 50 metros, formando una cortina de cristal (…) y complacidos también de los mil arcoíris que se formaban con los vapores».*

El Salto de Juanacatlán representa hoy por hoy uno de los ejemplos más tristes de nuestra historia con el agua, y de las cosas de las que alguna vez nos enorgullecimos, que estuvieron aquí en Jalisco, que creímos durarían siempre, y que no supimos -o no nos importó- cuidar.

*Hoy Río Santiago

*De acuerdo con el libro «Jalisco», de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuito, de la generación 1993-2008, disponibles a través de la plataforma CONALITEG.

SV